Las estrellas son pequeñas ventanas por donde Dios observa todo lo que hacemos.
Así exponía ella su visión sobre el cosmos, sobre el universo. Yo siempre traté de convencerla de que era un hecho científico que las estrellas son igual que el sol, sólo que están más lejos, pero ella se empeñaba en contradecir todo lo que yo decía o en exponer argumentos a cuál más absurdo: cuando los planetas giran alrededor del sol producen preciosas melodías y todo el firmamento se convierte en un inmenso salón de baile donde las almas danzan eternamente, etc.
Pero ella era así. Había vivido toda su vida en una pequeña casa de campo, en un pueblo perdido en las montañas, como aquella niña de los dibujos japoneses que iba a vivir con su abuelo a una cabaña de los Alpes suizos. Su infancia transcurrió sin pena ni gloria, nunca pisó una escuela y jamás había visto un libro, no sabía de teoremas ni de fórmulas, de versos o de fenómenos atmosféricos. Era lo que podríamos denominar un “alma sin contaminar”, en estado puro.
Por supuesto en la pequeña casa donde vivía no había luz, ni agua corriente, ni gas butano... Lo único que la mantenía al tanto de que fuera de su aldea existían otras aldeas y otras formas de vida, completamente diferentes a la suya, era yo.
Yo era un muchacho despierto, unos dos años mayor que ella, que había tenido la desgracia (o eso pensaba yo) de tener unos padres nacidos en esa misma aldea. Así que teníamos como costumbre ir a pasar un mes al año, generalmente durante el verano, a la casa que mis abuelos tenían en el pequeño pueblo.
Iriel y yo éramos los únicos habitantes del pueblo menores de cuarenta años, incluso, un día, descubrimos que el padre del señor que cada día nos proporcionaba la carne y el pescado de una aldea cercana, tenía casi cien años. Era increíble, para unos niños de diez años, pensar que alguien tiene diez veces tu edad. El que fuéramos los dos únicos niños en cuarenta kilómetros a la redonda fue excusa suficiente para que un día nos hiciéramos amigos.
Cuando arrancas una flor, si aguzas mucho el oído, puedes sentir como llora de pena la tierra al sentirse despojada de una de sus hijas.
De esta manera, con esta frase, es como conocí a Iriel. Yo, que era un chico de la gran ciudad, desconocía si la tierra lloraba o no, más que nada porque de donde yo venía jamás reinaba el silencio y era imposible escuchar más allá del ruido del tráfico o de la gente. Eso Iriel nunca lo comprendió. Ella era incapaz de imaginar un lugar diferente a la pequeña aldea, no podía comprender que había lugares, más allá, donde los treinta habitantes del pueblo vivían en un solo edificio, donde, por mucho que observaras el cielo con detenimiento, eras incapaz de ver siquiera una estrella, donde la gente va tan aprisa que apenas te mira.
Ella era feliz en su pequeña casa de adobe, con sus abuelos, su perro, sus gallinas y su vaca y jamás le preocupó otra cosa que no fuera la salud de su perro, la de sus abuelos o si llovía o no para poder salir a correr por el campo. Definitivamente Iriel era una niña feliz. Yo también lo era, a mi manera, en mi casa de la ciudad. Tenía lo que cualquier niño podía desear: juguetes, amigos, libros e incluso un telescopio. Por eso me costaba tanto desprenderme de todo aquello y marchar con mis padres a la montaña durante aquel mes eterno al año. Nunca fui capaz de comprender que había gente que, con mucho menos, era inmensamente más feliz que yo.
Pero aquel verano estaba siendo diferente, había conocido a Iriel y al menos tenía alguien con quien hablar y con quien pasar los largos días de verano en aquella cumbre de verde suelo. Iriel era una niña muy ocupada. Desde las cinco de la mañana ayudaba a su abuelo en las tareas propias de la aldea: hacer el pan, ordeñar la vaca, etc. y más tarde ayudaba a su abuela en las labores de la casa tales como fregar, barrer, hacer la comida, las camas... A pesar de lo duro que podía parecer, a Iriel nunca le importó y cada mañana lo hacía con más ahínco si cabe debido, entre otras cosas, al delicado estado de salud de sus abuelos, dos ancianos octogenarios que habían quedado al cargo de la niña tras morir, en sendos accidentes de tráfico, sus padres y los hermanos mayores de Iriel: Bernardo, de veinticinco años y Rafael, de treinta. A pesar de la triste historia de su familia, Iriel nunca demostró vulnerabilidad y jamás me habló de todo esto. Si lo supe fue porque mis padres me lo contaron todo, pero tampoco yo me atreví nunca a preguntarle a ella por su catástrofe. La nuestra fue, sin duda, una amistad basada en el respeto y el silencio.
Las palabras más bonitas se dicen en silencio, son los ángeles quienes las pronuncian.
Y es que Iriel se pasaba la mayor parte del día sin decir una sola palabra, era bastante callada, y cuando hablaba era para decir frases como ésta, frases que ella misma había inventado, frases que, en gran medida, guiaban su pequeño universo de sólo diez casas y amplias extensiones de pastos. Jamás le oí pronunciar mi nombre, en realidad, en aquel pueblo, nadie lo hacía, nadie llamaba a sus vecinos por el nombre. No hacía falta, todos se conocían lo suficiente para no decirlos.
Una vez a la semana, de la aldea más grande de la zona, llegaba un sacerdote para decir la Misa. Los abuelos de Iriel eran muy religiosos y llevaban siempre consigo a la niña. Yo nunca iba a la iglesia cuando estaba en la ciudad, pero en el pueblo era distinto, el pueblo entero acudía al pequeño salón que hacía las veces de templo y yo, llevado más por la agradable compañía de Iriel que por mi fe, acudía presto a la llamada de la campana. Raras veces atendía a los sermones del cura: me pasaba todo el tiempo observándola a ella, escudriñando cada gesto de su cara, esperando, en vano, una mueca de complicidad, una sonrisa.
Dios está en cada cosa que hacemos, en cada gota de lluvia que cae del cielo, en cada mirada que un amigo nos dirige.
No puedo decir que Iriel fuera una chica muy inteligente, pero si era lo suficientemente lista para saber en todo momento qué debía hacer, cómo debía comportarse. Y la Misa era uno de esos lugares en los que, aunque ella no entendiera muchas de las cosas que el párroco decía, prestaba una atención especial, intuía que, en cada una de las palabras de aquel ungido, se escondía una parte de Dios, ese dios que ella nunca llegó a entender pero que guió gran parte de su corta existencia.
A pesar de todo, el tema religioso tampoco fue uno de los pilares de nuestras cortas, pero intensas, conversaciones. Lo que más llamaba la atención de Iriel eran las cosas que se escapaban a su comprensión y que, a la vez, eran de lo más normal para el resto de mortales: por qué el sol calienta más en verano, por qué la nieve es blanca, de dónde viene el agua de los pozos, etc. cosas que a mí me resultaban tan fáciles de contestar como a ella describir quién era Dios. De todas formas, mis explicaciones de aplicado niño de escuela de la gran ciudad no lograban saciar la curiosidad de Iriel ni parecían convencerla en absoluto.
A medida que fui conociendo un poco más a Iriel, el momento de volver a la gran ciudad, a mi vida normal, se me hacía cada vez más difícil. Muchas veces le propuse venir a pasar el invierno a casa con mis padres, pero era consciente de que sacarla de su pequeña casa y dejar a sus frágiles abuelos solos no era la mejor idea. Así que, llegado el momento de la partida, un simple gesto con la mano bastaba para decirnos adiós y recordarnos que un año no era nada comparado con aquel mes que nos esperaba en verano.
Nada de lo que tengas que esperar con impaciencia llega en el momento preciso.
Cada vez que empezaba el colegio y que Iriel no estaba allí conmigo, para decirme todas aquellas frases aparentemente sin sentido, era como un martirio chino. La esperanza de que aquel año se hiciera cada vez más corto se desvanecía a medida que llegaban los exámenes, las notas, el otoño, las primeras heladas... Era entonces cuando más echaba de menos su silencio, su risa, sus inocentes preguntas, cuando más deseaba no haberme ido jamás de aquella pequeña aldea dejada de la mano de Dios.
Aquel año se hizo especialmente duro, acababa de empezar séptimo curso y las clases se iban haciendo cada vez más complejas y los ejercicios para casa más largos y tediosos. La adolescencia comenzaba a hacer estragos en mí y aún era noviembre. Llegadas las vacaciones de Navidad yo tenía un año más, dos suspensos y cada vez más ganas de verla. Pero aunque la distancia con la aldea no fuera demasiado grande (apenas trescientos kilómetros) se agrandaba por el mero hecho de que allí no había teléfono y escribir una carta no serviría de nada, porque ni sus abuelos ni ella sabían leer y las posibilidades de que un cartero alcanzara a llegar al pueblo eran bastante remotas.
Mi primer pensamiento para el nuevo año fue para Iriel, cómo estaría celebrándolo ella, qué andaría haciendo... Pero sabía a ciencia cierta que, por mucho que pensara en ella, los meses no pasarían más deprisa ni me acercaría un solo metro más a su casa.
Así pasaron febrero, abril y mayo y, al llegar junio y acabar los exámenes, cada vez era mucho más cercano el momento de salir hacia el pueblo y, por una vez en mi vida, eso era lo más importante que tenía que hacer: verla.
El día antes de marcharnos de casa estuve preparando todo aquello que deseaba llevarme conmigo, aquellas cosas que me serían útiles allí y algunas cosas con que obsequiarle a Iriel. Había pensado en llevarle uno de los muchos peluches que poblaban mi cuarto, a mí ya no me hacían falta y quizás Iriel encontrara bonita aquella vaca enorme que, cada vez que apretabas en su hocico, profería un mugido muy gracioso, pero aquel año decidí que mi regalo sería mucho más sutil y más educativo: decidí llevarme mi telescopio y mostrarle a Iriel los “misterios” del universo que ella desconocía. Así, con la alegría de mi regreso y mi maleta preparada en la puerta, llegó el momento. Trescientos kilómetros y estaría a su lado.
Cada uno dibujamos a las personas de la manera que queremos verlas, sólo Dios sabe cómo somos realmente.
A medida que entrábamos en el pueblo en el ambiente se respiraba una profunda melancolía, algo había cambiado en el pueblo, algo lo hacía un poco más triste. Como era lógico, Iriel no sabía que llegaría precisamente ese día, así pues no hubo recibimiento ni nada parecido pero, una vez me baje del coche, corrí lo más rápido que pude hasta su casa.
Iriel estaba más alta, más blanca si cabe, pero eso sí: aún mucho más bonita que la última vez que nos vimos. Su abuela me recibió con una media sonrisa y, cuando nos quedamos a solas, Iriel me contó que su abuelo estaba mucho más enfermo, que ya casi no se movía de la cama, así que entre ella y su abuela tenían que llevar todo el peso de la casa. La noticia me puso muy triste, no sólo por que su abuelo estuviera enfermo, si no por el hecho de que más trabajo para Iriel significaba menos tiempo para vernos. Así pues tomé una decisión: yo vendría todos los días a ayudar en las labores que fueran necesarias y así, aparte de quitar trabajo a las dos, podría pasar más tiempo con ella.
Al día siguiente, rayando el alba, me dirigí hacia su casa para comenzar el trabajo, pero Iriel estaba en la cama, enferma, y su abuela me permitió quedarme acompañándola y haciéndola el día más ameno. Aquel día Iriel estaba más habladora de lo normal y comenzó a contarme lo mucho que le gustaría subir muy alto para ver las estrellas más de cerca y poder mirar a través de ellas, así seguro que vería a Dios. Yo me reí mucho, pero comprendí que Iriel no lo decía en broma así que, para enseñarle lo mucho que se equivocaba con respecto a las estrellas y para que pasara un día agradable y divertido, fui a casa de mis abuelos a recoger mi telescopio y lo llevé a casa de Iriel. Le dije que ese día, cuando se hiciera de noche, comprendería que el universo es infinitamente mayor de lo que creía y que las estrellas eran soles.
La inocencia de las personas reside en su capacidad para sorprenderse con las cosas más sencillas.
Jamás hasta ahora había entendido esta frase que me dijo Iriel, su sentido, su aplicación. Pero ahora, quince años después he llegado a alcanzar a comprender que la verdadera inocencia residía en aquella niña rubia y callada.
Poco después de anochecer y tras acabar la cena, levanté a Iriel de la cama y la dirigí hacia la ventana de su cuarto. Allí había colocado mi telescopio, hacía una noche preciosa, ideal para contemplar las estrellas. Le dije que mirara a través del anteojo y me dijera qué veía. Lo primero que hizo fue preguntarme cómo había metido aquellas imágenes en ese tubo tan estrecho. Yo me reí mucho y dirigí el telescopio hacia la luna. La invité a mirar de nuevo y le expliqué que eso que veía era lo mismo que le hacía soñar por las noches, aquello por lo que tanto se preguntaba. Le expliqué que la luna era blanca por el reflejo de la luz del sol, que no brillaba y que en realidad estaba hecha de tierra y no de leche o de queso como ella creía. También le expliqué que existían otros mundos, otros planetas como el nuestro más allá de donde podíamos ver, también le dije que las estrellas son infinitamente más grandes que el sol y que la misma tierra, etc.
Iriel apartó sus ojos del telescopio y, sin decir nada, se metió en la cama. No volvió a decirme nada, ni ese día ni los días siguientes en que fui a su casa para trabajar.
Diez días más tarde, Iriel amaneció muerta en su cama de plumas. La noticia me dejó paralizado, no podía ser, era mentira, Iriel no había muerto. Corrí hacia su casa, convencido de que todo era una farsa, pero al llegar a la puerta no me hizo falta avanzar más. Su abuela me recibió llorando y hasta su abuelo, que había permanecido en cama más de dos meses, estaba en la entrada recibiendo uno por uno a sus vecinos que, llorando unos y entristecidos hasta el extremo otros, pasaban al interior de la casa.
Jamás aprenderás a valorar lo que tienes hasta el día en que lo pierdas.
Mis padres no me dejaron ir a despedirla aquel día, sólo me llevaron al cementerio una vez que su entierro se había consumado. Me contaron que estaba enferma desde hacía meses, que era algo que todo el pueblo sabía. Todos menos Iriel y yo, ajenos a las cosas de la vida adulta.
Un cáncer de páncreas había acabado con ella a la edad de once años. Yo, con trece, jamás alcancé a comprender todo aquello y lo único que, día tras día martilleaba mi cabeza era la idea de que la última vez que hablé con Iriel, fue para destrozarle su universo, sus sueños infantiles. Si aquella enfermedad la había matado, yo había acelerado su sufrimiento mostrándole el mundo a través de los ojos de la ciencia. Sólo ahora, quince años después, he aprendido la gran lección que Iriel me enseñó en la vida:
Sólo la imaginación es verdaderamente libre, sólo en nuestro interior gozamos de un estado de absoluta libertad para crear el mundo a nuestro antojo y, nada ni nadie, debe inmiscuirse y romper las frágiles paredes de cristal que lo aíslan del resto del universo.
Por ti, Iriel, por tu recuerdo imborrable en mí.